En la segunda mitad del siglo XIX, Buenos Aires fue escenario de numerosos duelos, a sable o a pistola. Raramente ocurría una muerte en esos lances: fue una penosa excepción el caso del periodista Pantaleón Gómez, a quien Lucio V. Mansilla acertó una bala en el corazón, en 1890. Por regla general, todo terminaba sin consecuencias, descontando algún arañazo menor. Don Carlos Delcasse solía facilitar su quinta, para "lavar el honor" en los discretos jardines.
Mimado por la vida
Lucio V. López podía considerarse un mimado de la vida política, social y literaria porteña. Era hijo del historiador Vicente Fidel López y nieto de Vicente López y Planes, el autor del Himno Nacional: había nacido en 1848 en Montevideo, durante el exilio de los padres. Se doctoró en Jurisprudencia, viajó a Europa, enseñaba en la Universidad -escribió importantes libros de historia y de Derecho Público- y ejercía con entusiasmo el periodismo.
La "Revista del Plata" y "El Nacional" cobijaron los escritos de este "periodista temible por el empuje del ataque y las mil puntas aceradas de su sátira implacable", según su amigo Martín García Mérou. Inclusive fundó un diario, "Sud América", asociado con Carlos Pellegrini, Delfín Gallo y Paul Groussac. Y sabido es que tentó con gran éxito la novela: "La gran aldea" es una entretenida y burlona evocación costumbrista de Buenos Aires.
Medida del interventor
Pero a López también le gustaba con fervor la política. Desde mediados de la década de 1870 fue, sucesivamente, diputado a la Legislatura, diputado nacional, miembro de la Junta Revolucionaria en 1890 y ministro del Interior, por un mes, en 1893. Fue al dejar ese cargo que el presidente Luis Sáenz Peña lo designó, en mala hora, interventor federal en la Provincia de Buenos Aires.
Se ha escrito mucho sobre lo que sucedió después. Groussac lo sintetiza. Como interventor, "el doctor López debió proceder administrativamente contra numerosas personas comprometidas en torno al Banco Hipotecario, por operaciones que él juzgaba irregulares. Entre aquellas se encontraba el coronel Carlos Sarmiento. Los tribunales acogieron el asunto, Sarmiento fue arrestado, condenado en primera instancia y absuelto por la Cámara de Apelación".
"Proceda"
El militar, de 33 años, consideró siempre que López lo perseguía por razones de ambición política y de encono personal. Y ni bien salió libre, publicó en "La Prensa" una terrible carta dirigida al ex interventor. El texto llameó en la edición del 27 de diciembre de 1894.
"Usted ha pretendido manchar a un hombre y a un apellido a quienes debe respeto, y sólo ha logrado comprobar la fama de hombre díscolo, perverso y cobarde de que goza en el país", decía un párrafo. Al final, le enrostraba que "en su patria nativa, como en esta hospitalaria tierra donde vino a buscar fortuna, ha conquistado usted lo único que merece: el desprecio al intrigante clandestino". La última palabra indicaba que esperaba un duelo. "Proceda", terminaba lacónicamente.
Ante la carta injuriosa, López podría haber acudido a los tribunales. Pero, explica Groussac, "desdichadamente se hallaba en una situación particular". Si bien lo quería y lo admiraba la gente de mayor relieve, "durante su brillante carrera había cosechado muchas enemistades: tenía numerosos enemigos, sobre todo entre los que no podían sino envidiarlo". Había "gente vulgar que lo creía incapaz de arriesgar la vida en defensa de su honor". Así, creyó que no existía sino una manera de "mantener respetuosos a los insolentes y a los bravucones", y no vaciló en retar a duelo a Sarmiento.
Designó padrinos a los generales Lucio V. Mansilla y Nicolás Levalle. Como éste se excusó, fue reemplazado por Francisco J. Beazley. Horas después, ambos avisaron a Sarmiento que esperaban, en el Círculo de Armas, a los representantes que designase. El general Francisco M. Bosch y el contraalmirante Daniel de Solier fueron los elegidos por el ofensor. Bosch había estado en Tucumán meses atrás, enviado para sofocar sin miramientos la revolución armada de la Unión Cívica Radical.
Con pistola, a 12 pasos
Los padrinos se reunieron. Más tarde, tanto Mansilla como Bosch dijeron que, en primera instancia, habían tratado de evitar el encuentro. Pero Beazley insistió -coincidente con la apreciación de Groussac- en que López estaba resuelto a batirse "en salvaguarda de su honor tan brutalmente agredido, porque se había insinuado que él esquivaba su responsabilidad personal, y porque quería evitar incidentes callejeros que forzosamente debían producirse, provocados por su adversario, si él dejaba pasar en silencio la publicación".
Arreglaron que el lance tendría lugar en la población de San Martín, el 28 de diciembre, a las 11 de la mañana. Sería, dice el acta, "un duelo a pistola de arzón, a doce pasos de distancia, debiendo cambiarse dos balas y ser los disparos simultáneos y a la voz de mando". El general Bosch fue designado director del encuentro. Después se resolvió modificar la sede: no se batirían en San Martín, sino en el Hipódromo Nacional, en Belgrano.
Demasiado riguroso
En un artículo posterior de "Le Courrier Francais" Groussac criticaría severamente la actitud de los padrinos. A su criterio, si bien no tenían más camino que aceptar la decisión de López de batirse, no debieron "establecer esas condiciones excesivamente rigurosas, casi inevitablemente fatales".
En efecto, decía, "todos los códigos de duelo que conocemos enumeran los encuentros a pistola que, según Chateauvillard, son aceptados como legales. El duelo a menos de quince pasos no es considerado legal: es excepcional, inclusive para las más graves ofensas materiales".
A la hora señalada
López y Sarmiento -que no se conocían personalmente- llegaron en carruajes al Hipódromo, el viernes 28, poco antes de la hora fijada. Estaban ya los padrinos, los médicos Diógenes Decoud y Mariano Mason, los hijos de López y algunos amigos. Julián Martínez y Beazley se encargaron de alejar a José Fasse, el mayordomo del hipódromo. Le dijeron que querían estar tranquilos, porque venían a pasar "un día de jarana". Le indicaron que llevase a su familia al río, que se apostara en la puerta y que dejara pasar solamente a los carruajes, no así a gente de a pie. Tenía que avisarles que se dirigieran a la zona de las caballerizas. Fasse no objetó nada, ya que Martínez era presidente de la comisión del Hipódromo.
El general Bosch midió el terreno, fijando los puntos extremos en que debían colocarse los ahijados, a "doce pasos grandes" de distancia. Les advirtió que "debían hacer el disparo dentro del golpe de la tercera palmada". En el momento de cargar las pistolas, hubo una pequeña discusión entre Bosch y Mansilla sobre el tipo de proyectil. La zanjó el doctor Mason. Se usaría "la bala esférica, como menos peligrosa y más fácil de desinfectar".
El segundo disparo
Luego, colocados en sus lugares López y Sarmiento, dispararon las armas a la tercera palmada de Bosch. Estaban ilesos. "En ese minuto de gracia que quiso obsequiarles la fatalidad, estos cuatro padrinos, todos bravos y de bravura conocida, no tuvieron la feliz inspiración de detener el combate", lamentaría Groussac. Era usual intentar una reconciliación luego del primer disparo. Según Alberto, el hijo de López, el general Mansilla lanzó entonces una de sus jocosidades: "¿Qué les parece un tirito más antes de amigarse?"
Sea o no cierta la anécdota, el hecho es que se volvieron a cargar las armas, resonaron nuevamente las tres palmadas de Bosch, y se efectuaron los disparos. Esta vez, Lucio V. López palideció, soltó la pistola y se tomó con ambas manos el costado derecho, del que empezaba a manar sangre en abundancia. Trató de caminar unos pasos, apoyado en el brazo de los amigos, pero se desmayó. "Esto es una injusticia", alcanzó a murmurar.
Muerte de López
Tras una primera cura en la enfermería, una ambulancia tirada por caballos a todo galope condujo a López a su casa, en Callao 1862. En la esquina de Rivadavia y Tercera, un agente detuvo el carruaje, porque le llamaba la atención el apuro. Los amigos de López se lo sacaron de encima, diciéndole que llevaban muy enferma a una tía de Mansilla, y que no podían perder tiempo. Sobre la baranda del "paddock" habían quedado las dos pistolas en su caja: las encontró la policía, que intervino rato después.
En pocos minutos, la cuadra de los López se llenó de carruajes, de los que descendían amigos con rostro angustiado. No era posible operar al herido, y los auxilios que le prestaron los médicos Alejandro y Máximo Castro, Llobet, Del Arca, Wilde, Centeno, Padilla y Costa no tuvieron efecto alguno. A las once de la noche, el padre O?Gorman le dio la extremaunción. El herido a veces salía de su sopor y hablaba. Eran la una y diez minutos de la madrugada cuando la vida abandonó el cuerpo del doctor Lucio V. López.
"Herida penetrante en el abdomen, con lesiones viscerales, complicada de shock traumático, hemorragia interna y peritonitis", fue la causa de la muerte, según el certificado de defunción. La bala había atravesado el cuerpo y estaba entre la ropa: Mansilla la recogió.
Tenía que morir López, escribió Groussac, "para demostrar que el honor y el talento no cuentan en este juego sangriento de la destreza y del azar: y que, en este ?juicio de Dios?, solamente Dios está ausente". Lo enterraron en La Recoleta. Los diarios calculaban que, a pesar de la fuerte lluvia, había dos mil personas congregadas en el cementerio.
Un "atavismo de barbarie"
Se escucharon discursos de Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Carlos Rodríguez Larreta, y el joven Juan J. Beltrán por el Centro Universitario. Muy conmovido, Pellegrini dijo que la muerte de su amigo se había producido "en nombre de exigencias que acumulan un atavismo de barbarie, a cuya influencia todos hemos cedido casi inconscientemente". Los amigos de López costearon una estatua en mármol, "La Protesta", de Falguière, y la colocaron en su tumba, en el tercer aniversario del duelo.
En cuanto a las consecuencias, luego de un año de proceso y de apelaciones, el 31 de diciembre de 1895, la Cámara del Crimen falló condenando a Sarmiento a dos años de prisión, pago de costas e indemnización de daños. Rechazó el argumento del defensor de que el coronel no buscaba duelo sino una explicación sobre los agravios. La carta en "La Prensa" contenía "insultos gravísimos y repetidos, y su propósito evidente y notorio era conseguir que tuviera lugar un duelo", razonaba la benigna sentencia.